Lo estético es algo que todos podemos comprender y que nos viene por naturaleza. La estética es el reflejo de la sensibilidad cultural y por lo tanto causa sentimientos de gusto o de aversión.
La actitud estética esta contrapuesta a la actitud practica, para lograr esta actitud hay que saborear la experiencia de percibir el objeto mismo, haciendo hincapié en sus detalles perceptivos, en vez de utilizar el objeto percibido como medio para algún otro fin.
Cuando realizamos una contemplación estética observamos algo no «por sí mismo», sino por alguna otra razón, por ejemplo, por el placer que nos produce.
El estado estético supone una concentración intensa y completa. Se necesita una intensa consciencia perceptiva; y tanto el objeto estético como sus diversas relaciones internas13 han de constituir el único foco de nuestra atención, aquí observamos las relaciones internas versus relaciones externas.
Lo que no puede ser percibido (visto, oído, etc.) no es importante para la percepción estética, porque no influye en la naturaleza de la «presentación sensible» ante nosotros.
Como el arte del pasado obró de ese modo sobre la cotidianidad, trasformó de ese modo a sus hombres, es fácil comprender que, cuando la vida social produce novedad y esa novedad altera el comportamiento de los hombres, sus sentimientos, sus ideas, etc., las influencias del arte del pasado están contenidas en las nuevas necesidades que surgen, independientemente de que los hombres que presentan ahora las nuevas exigencias tengan o no conciencia de ello.
El intercambio de la sociedad con la naturaleza es aún sumamente simple, el dominio sobre la naturaleza está aún limitado, externa e internamente, a un ámbito diminuto. Por eso, como hemos mostrado en su momento, el principio de lo geométrico, abstracto, pero absoluto e infalible en su abstracto ámbito de validez, puede conseguir también en la práctica artística una importancia tan poderosa y patética que le permita dominar durante milenios la producción y el goce estéticos.
La nueva forma, el drama, es la satisfacción de la tarea social que ha impuesto al arte, de modo caótico e informe, la realidad social en cambio tempestuoso, puesto que el drama, como género artístico creador de mundo, no es posible sino en el terreno de un nivel social ya consciente de sí mismo como vida pública, las conexiones genéticas que contribuyeron a su nacimiento son relativamente fáciles de estudiar.
El mundo propio del arte no es nada utópico, ni en sentido subjetivo ni en sentido objetivo, no es nada que apunte trascendentemente por encima del hombre y de su mundo. Es el mundo propio del hombre, como hemos mostrado, en sentido subjetivo y en sentido objetivo, y de tal modo que las supremas posibilidades concretas del mundo y el hombre se encuentran ante él, realmente y con la mayor profundidad y propiedad, en la realización sensible inmediata de sus mejores esfuerzos. Incluso cuando el arte —en la poesía o en la música, por ejemplo- contrapone aparentemente al hombre un mundo del deber, este mundo toma en el arte la forma de un ser cumplido, y el hombre que vive la segunda inmediatez de la obra puede entrar en trato con ese mundo como con su mundo propio. Sólo en el « después » del efecto reaparece el carácter de deber-ser; pero también en esto coinciden las grandes obras de arte, independientemente de que su contenido incluya o no un deber-ser: hasta la canción más idílica o el bodegón más simple expresan en cierto sentido determinado un deber-ser, se dirigen al hombre de la cotidianidad con la exigencia de que alcance él también la unidad y la altura realizadas en la obra. Es el deber de toda vida plena.
Al hablar de una eliminación o lejanía del contenido del deber o deber-ser en el terreno de lo estético nos referimos exclusivamente al contenido de los postulados éticos. La tendencia a la tipicidad en toda conformación artística es universal; en ella no se presenta siquiera de modo inmediato el problema del bien y del mal.
La universalidad es precisamente lo que hace del campo del arte una infinitud intensiva, algo inagotable con medios ajenos a ese campo. Subrayaremos aquí que los dos aspectos del mundo propio de las obras de arte —el principio universal-humanístico y el momento del medio homogéneo antes estudiado- se refuerzan y promueven recíprocamente.
La intensificación y diferenciación de la capacidad receptiva y expresiva que pudimos observar en la vida cotidiana como consecuencia de la división del trabajo entre los sentidos, etcétera tiene límites muy definidos respecto de la captación intensiva de un fenómeno en una conexión intensivamente infinita. No sólo por la orientación práctico-inmediata de la vida cotidiana, sino también porque la superficie receptiva del hombre entero, en la medida en que se enfrenta como tal con la entera realidad objetiva, comporta dispersiones de la atención y, con ella, de la capacidad receptiva.
La identidad de lo bello y lo verdadero es realmente el sentido inmediato de la pura vivencia estética, y, por ello, tema eterno de toda reflexión sobre el arte. Aún nos ocuparemos varias veces del hecho de que, en cuanto el arte y su efecto se contemplan en la amplia conexión de la entera vida histórico-social humana, se produce una enorme y complicada problemática a propósito de cada uno de esos conceptos, y aún más respecto de su relación. Pero esto no altera la llana evidencia inmediata de aquella afirmación en la inmediatez de lo puramente estético.